miércoles, 6 de julio de 2011

Muda y ruidosa *

El personaje del científico Rotwang y su creación, la Eva cibernética.
 

La historia es conocida y puede leerse con mayor detalle clickeando aquí: en el año 2008 se encontró en Buenos Aires una versión extendida de Metrópolis con casi cuarenta minutos más de metraje (dura dos horas y media, a diferencia de la versión más conocida hasta el momento de 114 minutos). Así es como, después de muchos años de trabajo de investigación y restauración hechos tanto en Argentina como en Alemania, puede exhibirse en salas una copia nunca antes vista de la película. Hay otro detalle extra para alegría bonaerense: esta versión de la película puede verse en el Malba los jueves a las 21. Vale la pena hacerlo ya que es un largometraje muy ameno que mezcla aventuras con ciencia ficción y melodrama, todo en medio de escenarios espectaculares propios de una superproducción de la época. De hecho Metrópolis fue un acontecimiento cinematográfico enorme para su tiempo –es la película muda más cara jamás realizada-, algo que se nota perfectamente en sus elaborados escenarios de estudio, sus efectos especiales y la sorprendente cantidad de extras (más de una vez hay planos de multitudes corriendo, bailando o trabajando). Hay incluso, por la lógica ausencia del digital, un encanto especial en tanto escenario de cartón pintado y tanto esfuerzo arquitectónico hechos para la sola realización de una película. En este sentido, Metrópolis es una película, en el mejor de los sentidos, “fechada”, ya que reproduce estéticas y hasta ideologías que hablan claramente de un tiempo.
Un ejemplo de esto tiene que ver con la característica “sonora” de esta obra. Como bien señala Michel Chion en La música en el cine, si algo caracteriza al cine mudo es su gran necesidad de sugerir sonidos de todo tipo para suplir el mutismo. Ahí está para Chion como prueba el hecho de que muchas películas de este período contaran con algún momento en el que había personajes cantando o bailando. En ese sentido la superproducción dirigida por Lang es un ejemplo cabal de esta teoría del crítico francés. Metrópolis es una película muda muy ruidosa, con imágenes de gente gritando, exclamando, con danzas extasiadas de burgueses y proletarios y sobre todo con sus permanentes imágenes de máquinas andando a un ritmo sostenido, como musical. Hay hasta una tecnofilia muy evidente por parte del realizador alemán a la hora de plantear su épica de ciencia ficción. Metrópolis empieza con muchos planos detalle de maquinarias andando frenéticamente, dando a entender de buenas a primeras que esas piezas resultan el corazón de la ciudad que se mostrará más adelante. De hecho, esta dependencia de la maquinaria es llevada hasta tal punto que cuando los obreros empiezan a destruirla toda la civilización empieza a correr peligro.


Fritz Lang y Thea von Harbou trabajando.


Sin embargo, en Metrópolis las máquinas también son la base de la destrucción ya que no es otro sino un robot el que provoca la rebelión obrera que desencadena el desastre. Esta paradoja de una maquinaria que es, al mismo tiempo, constructiva y destructiva, es también reflejo de una película caracterizada por sus contradicciones internas, un largometraje cuya mejor representación parece ser la de esa María desdoblada en dos (como santa y guía noble de las masas y en su versión cibernética y diabólica). Metrópolis se regodea en las grandes construcciones pero también en la idea de destrozar las cosas que la película misma construyó, deposita la fe en las masas y las elites para elaborar un nuevo futuro pero son esas mismas masas temerosas y las elites excesivamente confiadas de su poder las que realizan las peores crueldades. También es una película que parece transcurrir en el futuro y que parece obsesionada con los avances tecnológicos (algunos notoriamente premonitorios, como la idea de gente que puede comunicarse desde distintos puntos a través de una pequeña pantalla similar a la de un televisor chico) pero al mismo tiempo plantea una idea mítica que remite a lo antiguo o a lo primitivo (en la mención a la torre de Babel, nombres de características religiosas como María, o la misma figura de un Mesías).
Ante tantas contradicciones, la única forma que parece encontrar Metrópolis para unir los opuestos se encuentra en un mediador, alguien que por razones misteriosas(jamás se cuenta qué va a hacer exactamente, ni qué proyectos tiene) podrá unir el futuro con lo mítico, la tecnología con el hombre y al obrero con el burgués. Visto de este modo, si a esta concepción se le suma su gigantismo esencial, no parece casualidad que Metrópolis haya sido la película preferida de Adolf Hitler, un personaje obsesionado con la idea de una figura mesiánica (en este caso él mismo) y de una sociedad alemana que pudiera ser, al mismo tiempo, imponente, mítica, moderna y maquinal (después de todo, ¿qué fue el nazismo sino una forma aberrante de religiosidad  aplicada a la política y a la técnica?). De hecho, Fritz Lang estuvo en los proyectos hitlerianos para transformarse en el cineasta del tercer Reich. Los deseos del dictador alemán, sin embargo, se frustraron. Lang, al llegar el nazismo, se fue de Alemania tan rápido como pudo (su madre era de origen judío), mientras que la que en ese entonces era su esposa y guionista Thea von Harbou (quién también coescribió Metrópolis) siguió trabajando en Alemania bajo el régimen nazi y se volvió una fanática del partido en 1933.
Lang continuó su carrera en Hollywood y siguió haciendo un cine caracterizado por su mirada oscura sobre la sociedad y por la idea de que el orden social es siempre una gran máscara a punto de caerse. Sin embargo, ya no hubo mediadores con aires mesiánicos capaces de calmar a las masas y armonizarlas en su cine, sino simplemente una mirada desencantada y paranoica, maquillada a veces con finales engañosamente tranquilizadores como los de Los Sobornados o La Mujer del Cuadro. Su épica de ciencia ficción hoy significa cosas que no significó cuando Metrópolis se estrenó en la década del 20. Hoy la película es el reflejo de una visión menos amarga en la vida de un director, de una estética ya perdida que podía ser al mismo tiempo espectacular y artesanal, y de ciertas ideas que ahora pueden asociarse a una de las peores tragedias del siglo XX. Una película que, en suma, quiso reflejar un futuro posible pero que terminó siendo un documento visual y narrativamente virtuoso de un tiempo pasado que hoy nos parece tan extraño y lejano en sus concepciones morales y estéticas como cualquier fantasía.

*esta nota se publicó en el site Esto es un Bingo.


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