jueves, 30 de junio de 2011
jueves, 9 de junio de 2011
Este sábado 11 y domingo 12 de Junio en Mon Amour...
Dan Mis tardes con Margueritte, El hombre que podía recordar vidas pasadas y Secuestro y Muerte.
Los avances de la primera y la segunda película se pueden ver clickeando acá.
La programación del Cineclub Mon Amour para este fin de semana puede leerse clickeando acá.
Y el trailer de Secuestro y Muerte, la polémica película de Rafael Filipelli sobre el secuestro de Aramburu, puede verse acá abajo.
¡Vayan!.
Los avances de la primera y la segunda película se pueden ver clickeando acá.
La programación del Cineclub Mon Amour para este fin de semana puede leerse clickeando acá.
Y el trailer de Secuestro y Muerte, la polémica película de Rafael Filipelli sobre el secuestro de Aramburu, puede verse acá abajo.
¡Vayan!.
martes, 7 de junio de 2011
Día del periodista
Para conmerorar el día les dejo esta obra maestra del ensayo del gran Claudio Uriarte. Polémico y lúcido periodista argentino , especializado en política internacional y dueño de una pluma exquisita y filosa, no exenta de un sentido de la ironía muy sofisticado.
Clickeando acá, puede leerse una necrológica de Susana Viau.
Clickeando acá, puede leerse una necrológica de Susana Viau.
Contribución a la crítica de la verdad periodística*
por Claudio Uriarte
“Un demócrata de vieja cepa no pediría hoy libertad de prensa, sino libertad respecto de la prensa”
Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente(1922)
Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente(1922)
Los diarios, semanarios, quincenarios y demás ediciones periódicas son publicaciones que sólo deberían salir de vez en cuando. El concepto mismo de periodicidad es lo que debe ser críticamente puesto en duda, tanto más en un mundo en el que el periodismo ha adquirido la legitimidad autorreferente y tautológica de un poder que se encuentra más allá de todo cuestionamiento, y en una sociedad en la que el periodismo ha sustituido efectivamente a la metafísica, la filosofía, la ideología social, la discusión de las ideas y hasta el mismo arte. Se diría que, a medida que estas disciplinas mueren como preocupaciones sociales, el periodismo las vampiriza para capitalizar sus desechos bastardos, como una inconsistente y cambiante ciencia de híbridos que reciclara todo pensamiento para volverlo lugar común, o bien lo acepta sólo cuando éste se había vuelto cliché. El periodismo no sólo sería colección de los fragmentos rotos del gran edificio de la historia, sino basurero de los pedazos en que se ha desmoronado toda reflexión sobre ella.
El periodismo ha otorgado legitimidad a una idea cuya única verdad son los ritmos de reproducción de la fuerza de trabajo de la productividad alienada: la noción de que el tiempo transcurre en períodos de 24 horas por día (o de una semana, o de un año). Los hechos, ante los que el periodismo se comporta como si fuera un recipiente hueco y neutro, se acumulan analizan y desmenuzan en sus prolijos compartimentos temporales como si fuera él lo que les diera forma, y cada tanto se publica un “balance semanal” o “mensual” o “del año” como si el almanaque fuera lo que verdaderamente definiera los límites, la duración y la mecánica de los procesos, y en inconsciente pero perfectamente consistente reproducción de la práctica de la empresa capitalista que a fin de año realiza su “memoria y balance”: se hace un equilibrio de entradas y salidas, de ingresos y deudas en la gran fábrica de procesamiento de la información (que es la materia prima de la que viven estos medios), y en esto se destruyen la idea de historia y el concepto de proceso histórico en el mismo momento en que los periodistas, con paradójica e involuntaria ironía, y como si quisieran curarse en salud del mismo sistema de banalización e intrascendencia a que los lleva su oficio, adornan su producción con adjetivos como “histórico”, “trascendental” y “sin antecendentes”, en parte porque la memoria de la que viven es breve, ignorante, aconceptual y fenoménica, y en parte porque necesitan volver a despertar permanentemente la atención de un proletariado intelectual de lectores abúlicos, convencerlos de repetir la compulsión de consultar el diario cada día. Sin duda, hay que preguntarse si es el periodismo el que destruye la historia o meramente refleja esta destrucción; si la historia misma no se ha vuelto periodística, mecánica y cuantitativa (en cuyo caso el periodismo sería su espejo fiel y funcional, a lo sumo un auxiliar privilegiado de sus medios de reproducción) y fundamentalmente debe aclararse una división metodológica: si se cree en un concepto de historia como universal, con sentidos, procesos, organicidad y lógica propias o si se la considera como un mero receptáculo de hechos. La posición de este artículo es la primera: si la posición del lector es la segunda, abandone la lectura y vaya a comprar el diario.
La irracionalidad del periodismo puede mostrarse con un extremo de su propia práctica; la necesidad, cuando se trabaja un domingo -día generalmente pobre en noticias- para el matutino de un lunes, de exagerar hechos de importancia secundaria para que justifiquen los títulos de un diario, si el domingo en cuestión no ha tenido acontecimientos deportivos importantes. Vale decir que el criterio que manda es el formato del diario, su diagramación, su espectáculo y su propuesta de lo que constituye un día, principio por otra parte idéntico al que rige en los días de más noticias, cuando éstas deben ajustarse a la pauta publicitaria o “forzarse” ligeramente con estratagemas de estilo: “Quedan 48 horas para el vencimiento del ultimátum”, “Serían eminentes definiciones sobre la crisis planteada”, “Primera visita del Papa a Benin” o “La recesión más grave en doce años”. El Guinness Book of Records es el pobre sustituto para los instrumentos de valorización y jerarquización de hechos que sólo puede proveer una filosofía de la historia. Incluso cuando ocurren acontecimientos verdaderamente importantes y novedosos, ya es difícil distinguirlos en esa rutina tipográfica, por más que se apele a titulares catástrofe. Y se aplasta toda proporcionalidad: la seudonoticia de un día cualquiera se infla para que luzca importante; la noticia importante se comprime y achata para que acate el formato del diario. El periodismo comprime el rango dinámico de los acontecimientos, del mismo modo que la música funcional apaga los extremos para compatibilizar a Mozart, Louis Armstrong y Prince.
Actualmente, es cierto, las publicaciones períodicas se han desprendido un poco de estas herramientas primitivas y en lugar de exagerar información abordan temas específicos de actualidad en forma monográfica, publican seudoensayos y ofrecen investigaciones de carácter relativamente intemporal que justifiquen la edición. Sin embargo, y bajo el pretexto de jamás discontinuar el servicio de informar al público, estas nuevas técnicas terminan confiriendo al periodismo una inusitada autonomía respecto a la noticia: el periódico mismo se vuelve protagonista de los hechos y hasta el mismo hecho; su misma existencia resulta noticia. Sin que se note mucho, comienza a cerrarse el círculo de un gesto esencialmente autoritario, de una actividad con capitales, jerarcas, especialistas y reporteros que esencialmente se han nombrado como autoridades a sí mismos, y que se legitiman en la sociedad por el solo hecho de la repetición: cualquier firma reimpresa con frecuencia en un periódico puede convertir al portador en un experto, por lo mismo que decía Joseph Goebbels que la gente creería cualquier cosa si se la repitiera suficientes veces.
El hecho que hay que reprocharle al periodismo no es su frivolidad, su inconsistencia o sus faltas a la verdad, sino que él mismo, por su propia dinámica, es una falta a la verdad, es la versión degenerada de la historia de una sociedad que ha renunciado al concepto de verdad. Al periodismo hay que reprocharle que existe.
Izquierdismo profesional
La dificultad para analizar críticamente este poder radica en un bloqueo conceptual que se encuentra en los dispositivos fundantes del pacto democrático: el proyecto del periodismo como colaborador de la Ilustración, como socializador de ideas, noticias y tendencias y como agitador del iluminismo, la cultura y la información después de siglos de oscuridad y opresión. El periodismo dispuso siempre de una intensa filiación jacobina, que puede rastrearse tangencialmente por el hecho de que en él tradicionalmente encontraron refugio artistas, escritores, intelectuales, contestatarios y desclasados, y que es el hilo que lo conecta al volante político, al cartel callejero y a la pancarta de masas: vendría a ser algo así como el house organ de la sociedad civil. El prestigio iluminista del periodismo se remonta a la historia preburguesa, cuando no sólo se impedía la información, sino la misma alfabetización, donde la cultura era restringida y donde todo saber se correspondía a un determinado poder de clase. El periodismo, en las épocas en que la Iglesia todavía dominaba la cultura, en que la burguesía estaba lejos de desplazar a la nobleza y los señores feudales, hubiera resultado una idea intrínsecamente subversiva, y en la época de la Ilustración y de la burguesía acompaño decisivamente cada avance. El periódico resultaba político por el solo hecho de existir.
Hay una sorprendente continuidad constitutiva respecto a estos orígenes, en una época en que la Ilustración ya no es subversiva, en que el poder quiere alfabetizarnos a todos, pero sólo para que leamos sus órdenes. El periodismo, que recién ahora logra desprenderse un poco del estigma de sus orígenes lúmpenes, siempre ha dependido para sostenerse de la producción de noticias, que en el glorioso pasado eran la verdad, las armas, las redes y las contraseñas de la sociedad emergente y que ahora son las células en las que coagula la descomposición del tiempo. Las noticias son quiebres de la continuidad, son rupturas, anomalías y anormalidades; como decía un veterano Secretario de Redacción argentino a sus subordinados, “la noticia es el hombre que muerde al perro”; y es natural que los más indicados para encontrar, investigar y develar esas noticias sean contestatarios, marginales y desposeídos, que ansían ver en cada sacudón una ruptura y una crisis del poder: “Los mejores diarios de derecha -decía otro experimentado periodista argentino, en las épocas de represión- se han hecho siempre con redactores de izquierda”. Se puede decir que la noticia, punto aislado del decurso de las cosas, y que el periodista debe desentrañar para encabezar una nota, tiene una vida paradójica: los periodistas la anuncian o la denuncian, como si fueran los detectives sociales que descubrieran la verdad de un jeroglífico de múltiples significados posibles, pero que entretanto el público lector la recibe como estructuralmente ajena, como lo que “le pasa” a él y como constatación de su propia inactividad histórica.
El periodismo, de esta manera perfectamente diabólica, tiene para sí lo mejor de los dos mundos, come su torta y se queda con ella, repica y anda en la procesión: al mismo tiempo que está legitimando la pseudohistoria de la productividad burguesa, absorbe, neutraliza y capitaliza para sí a los ingenuos redactores de la izquierda que de otro modo quizá se opusieran a ella, y que en lugar de eso se sienten heroicos, orgullosos y provocativos por el hecho de “llegar” al público con una supuesta verdad liberatoria y desmitificante, lo que antes tenía que ver con propósitos de agitación revolucionaria pero ahora se identifica cada vez más con la vanidad más egocéntrica y frívola, y en realidad sirve solo a los propósitos de los poderes que organizan carcelariamente el tiempo. La masa lectora no es inocente de esta pantomima: el lector sigue y admira a su periodista rebelde y contestatario y cada cosa queda en su lugar, en el diario que ha dejado de ser agitador y movilizador para convertirse en una simulación congelada de enfrentamientos, tendencias y dinámica social, y en maqueta de un Parlamento abierto dentro de una sociedad ideológicamente cerrada: The New York Times, por ejemplo, suele publicar en su página de opinión artículos antagónicos sobre un mismo asunto, lo que a primera vista abre el arco de disenso democrático pero visto más de cerca fija los límites del enfrentamiento y de la oposición posibles.
Iluminista primero, el periodismo se volvió izquierdista a los ritmos de la historia del socialismo, el marxismo, la socialdemocracia y el revolucionarismo leninista. Anarquistas, contestatarios y socialistas primitivos tuvieron a la palabra escrita en el mismo lugar de trascendencia social que el iluminismo burgués; Marx y Engels, como lo prueban El 18 Brumario de Luis Bonaparte o el Manifiesto Comunista no desdeñaron formas periodísticas o semiperiodísticas; la socialdemocracia alemana era notable por su erudición, sus periódicos, sus bibliotecas y sus archivos; la teoría revolucionaria de Lenin proponía que el “organizador colectivo del Partido” fuera nada menos que un diario, aptamente llamado Iskra (La chispa) -el incendio revolucionario iluminaría la oscuridad rusa- y Trotsky relata en sus memorias con estremecimientos casi sensuales el placer que le causaba abrir el diario del día. El periodismo, de hecho, fue a menudo la ocupación “burguesa” del revolucionario profesional, tanto un vector de agitación como un medio de vida.
El periodismo disfruta así de un prestigio un poco tramposo, que consiste en haber sido la oposición de anteayer. El anacronismo de sus laureles consiguió un maquillaje de lustre rejuvenecedor en las últimas décadas de este siglo por haber librado un revival de la lucha entre Ilustración y oscurantismo en sociedades y regímenes políticos suficientemente atrasados, anacrónicos, cerrados en sí mismos y radicalmente débiles como para construir su idea del Estado en la imagen de una fortaleza asediada, tales como las sociedades de planificación estatal del viejo Este (o, para el caso, la dictadura militar argentina).
La incapacidad de estos regímenes para legitimarse, su necesidad de controlar cada aspecto de la vida social, su identificación del poder con el dominio sobre lugares físicos concretos, dio al enfrentamiento entre la Ilustración universal televisada y la realidad local el aspecto de una guerra de posiciones librada con armamentos anacrónicos, como si fuera posible defenderse de misiles nucleares con ballestas. Se puede argumentar que, más que la amenaza armamentista o tecnológica (que sólo pesó en la conciencia de los dirigentes) fueron Radio Europa Libre y las emisiones televisadas de Europa Occidental lo que acabó con los regímenes del Este, y no por su propaganda ideológica propiamente dicha sino por simple difusión del modo en que eran las cosas en el resto del mundo. La caída del Muro de Berlín fue un simulacro posmoderno de la toma de la Bastilla: el triunfo del hombre común contra las utopías, la irónica victoria final del buen soldado Schweick. Los periodistas, situados en este escenario, parecieron volver a brillar por un rato a la luz de las lejanas llamas de la Revolución Francesa, y terminaron de cumplir su papel vendiendo como nueva una ideología vencida. La cuantitativización del desarme político, militar, social y moral ganó la escena como “el menor de los males posibles”, y se impuso la democracia en la acepción borgeana como “abuso de las estadísticas”, ya que las estadísticas son un recuento de cuerpos inmóviles.
Avanzaba la normalización “final” del mundo, su sujeción eficiente a la lógica del mercado económico y político, y los periodistas, que antes habían actuado como instancia de iluminación contra el poder, ahora le sostenían la linterna y prodigaban su elogio: no por nada Bernard Shaw, anchorman de la cadena norteamericana de noticias CNN, abrió su cobertura del inicio de los bombardeos norteamericanos contra Irak, una noche de 1991 con la memorable frase: “Los cielos sobre Bagdad han sido iluminados”.
El periodismo es el departamento de agitación del iluminismo convertido en proyecto opresivo tal como lo denunciaron Adorno y Horkheimer en 1947: se diría que los estados mayores periodísticos han leído y estudiado la Dialéctica del Iluminismo, pero esta vez como manual de instrucciones. El iluminismo como sistema de dominación implica un fuerte contenido de positivismo y de materialismo vulgar, donde las únicas cosas que se nombran son las que existen “objetivamente”, cada cosa que existe tiene sólo por eso la dignidad de una verdad, “la única verdad es la realidad”, la especulación está prohibida y se debe callar de aquello de lo que es difícil hablar. El iluminismo se convierte en los focos de un benévolo campo de concentración universal, de satélites y radares que no sirven tanto para esclarecer como para controlar, fijar, situar, inmovilizar, detener, cosificar, contabilizar. Y la alianza del iluminismo opresivo con el periodismo consiste en la tarea de desencantar, desublimar y destruir cualquier trascendencia que se aparte de la lógica del mercado, de su impersonal sistema de equivalencias, pesas y medidas. La ideología de esta alianza es el progresismo.
La relegitimización moderna del periodismo como agente iluminista comenzó en las sociedades desarrolladas con el escándalo de Watergate en 1972, que elevó al periodista a la posición de fiscal y terminó con la caída del presidente Nixon. La investigación, el exposé y la denuncia se pusieron a la orden del día, como si fuera un intento de sustituir con inofensivos ataques a figuras del sistema la reprimida y en el fondo añorada potencia de reflexión crítica, y el periodismo empezó a verse crecientemente a sí mismo como según el argumento cinematográfico del inconformista y solitario reportero que libra contra poderes inmensos y siniestros una batalla desesperada, quijotesca, pero finalmente triunfante. Los periodistas supieron aprovecharse muy bien del fuerte momento de paranoia universal del hombre común desposeído y alienado, alentaron toda su desconfianza hacia las instituciones y luego se propusieron como la institución de reemplazo, como su agente jacobino y como su Robin Hood. Que haya políticos que mientan siempre resultó muy ventajoso para el periodismo, ya que entonces eso quiere decir que la prensa dice la verdad. El crédito de los periodistas creció, como si fuera un voto de protesta contra el Establishment, aunque éste en el fondo daba la bienvenida a las operaciones de limpieza correctiva del periodista disfrazado como justiciero popular. Los cínicos se consolaron: si la gente ya no creía en los políticos, por lo menos con los periodistas seguía creyendo en algo. La intervención revelatoria y denunciante del periodismo también fue decisiva para la terminación de la guerra de Vietnam, a tal punto que muchos generales pensaron que la guerra se había perdido en los aparatos de TV en los living-rooms de los hogares de Estados Unidos (El izquierdismo sesentista coloreaba todo esto en un rosado pálido).
Una modesta proposición
El periodismo siempre se vinculó al poder, expresándolo, deseándolo o queriendo destruirlo; siempre encontró referencia en el Estado, y se postuló como una especia de Estado ideal. Sin embargo, la imbricación del periodismo con el poder después de cumplidas las revoluciones burguesas mostró que la relación no era unilateral ni simple y ahora ya es lícito preguntarse quién condiciona a quién, si el poder formal al periodismo o viceversa, o si el periodismo no ha trascendido en realidad ya al poder formal, y no será como fuerza dominante de la ideología y conciencia, el espacio del poder real.
La dependencia del poder democratizado respecto de la opinión pública depositó una fuerza inédita en manos de los periodistas, que empezaron a ser cortejados y manipulados por un poder oficial que encontró que la vida sin el periodismo era imposible: los funcionarios del Pentágono, por ejemplo, filtrarían a la prensa secretos del gobierno para desequilibrar a su favor una puja interna; los presidentes empezaron a calcular la hora de su discurso de modo de poder “hacer” o evitar las noticias televisivas en la hora de mayor audiencia; los políticos y candidatos programaron sus actividades de modo de usurpar el mayor espacio gratis posible de TV, y los jefes de Estado ya aparecen hoy en los avisos de la CNN diciendo: “Me enteré de la noticia por CNN”. Las grandes negociaciones internacionales se han vuelto torneos por la opinión pública: el poder ha perdido la máscara hermética y enigmática del pasado para convertirse en un conversador compulsivo y en un incontinente chismoso crónico sobre sí mismo.
La manipulación periodística del público se disfrazó en los Estados Unidos de objetividad por medio de un montaje que organizó ideológicamente la noticia mediante una sucesión planificada de golpes emocionales; algo similar hicieron con la prensa escrita donde el ordenamiento de los párrafos, cada uno de los cuales no suele contener más que un solo hecho, se programa para generar determinada deducción. El extremo opuestos se encontró en Francia, donde el periodismo montó un espectáculo de su propia importancia por medio de una intrascendente y vacua cortina de palabras bien fraseadas, en una verborragia seudoensayística y seudoliteraria. El periodismo inglés eligió la forma tal vez más honesta: contar los hechos al tiempo que se opina explícitamente sobre ellos.
La rebelión contestataria contra estas formas más o menos tradicionales y estabilizadas fue el llamado “nuevo periodismo” de los años ‘60, una cruza del reportaje con la sensibilidad del autor y con la literatura, que en su forma más exitosa partió en realidad de escritores que usaron técnicas del periodismo y hechos reales para construir obras de literatura a secas (Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer, o A sangre fría, de Truman Capote) y que en su versión más pedestre terminó bastardeando tanto periodismo como literatura, ya que sus practicantes eran periodistas y escritores frustrados cuya idea de la literatura, la subjetividad y el estilo no iban mucho más allá de la novela negra o el bestseller de espionaje, y entonces abrían sus notas con cosas como: “Eran las 4 PM. El presidente golpeó la mesa y descerrajó: ‘¡Carajo!’”.
La literaturización, a pesar de estos inicios tentativos (siendo más un rechazo de los establecido que una clara orientación sobre a dónde se quería ir), avanzaría no obstante, como tendencia de época, y llegaría a recorrer con el tiempo el camino desde rebelde outsider a figura consagrada del sistema. Sin duda, algo de ella se había insinuado en clásicos como la revista Time (con su estilo colorido y cinematográfico) e incluso en Primera Plana y otras revistas argentinas de actualidad de los ‘60, pero se trataba de productos donde lo político era preeminente y lo literario decorativo, exactamente lo opuesto a lo que ocurrió después. A partir de cierto momento (supongo que entre los ‘70 y los ‘80) los jefes del periodismo empezaron a darse cuenta de que había que tratar de interesar al lector por métodos nuevos. Ya legitimizado el tiempo productivo, ahora se trataba de entretener y seducir al público, de contarle una maravillosa historia. La última decisión del presidente podía ser perfectamente aburrida, pero no si se contaba cómo estaba vestido, qué chistes hizo y cómo trató a sus ministros. Apareció la cholulez (degradación del snobismo) como método de conocimiento, consistente en la apariencia de violar mágicamente el tabú de la intimidad del poder para dejarlo reforzado después de un breve instante de voyeurismo por interpósita persona periodística, por el que el periodista también recibe cierto lustre residual de “insider”. Las noticias se novelizaron, las notas se convirtieron en capítulos de un incesante folletín.
Un izquierdista ingenuo de los años ‘60 podría haber dicho que este era un nuevo instrumento del poder para distraer a las masas de sus tareas históricas, pero la verdad era mucho más evidente, deprimente y temible: se empezó a literaturizar el periodismo para disimular que en realidad no pasa nada. Terminadas la revolución y la oposición, que producían noticias que hubiera urgido conocer en cualquier formato y estilo, el periodismo debió brindar una ficción sustitutiva de actividad histórica. Si la prensa reconociera que no pasa sustancialmente ninguna cosa nueva, si honestamente se llamara a silencio ante la desaparición (que ella misma alentó) de los procesos históricos, a lo mejor el entero sistema de dominación colapsaría por aburrimiento. La gente, que cada vez se habla menos, tiene al diario como pretexto de conversación y pasatiempo del tiempo vacío: información y crucigrama se tocan. La idea del “fin de la historia” escandalizó menos por su audacia o por su procapitalismo que por el secreto temor que todos tenían de que lo que Fukuyama decía pudiera ser cierto: necesitaban callarlo aún antes de enteder lo que decía, y en ningún ámbito esta reacción fue más virulenta que entre los periodistas, que se lanzaron a esgrimir sucesos irrelevantes a la tesis -la guerra del Golfo, la desintegración de Yugoslavia- para rebatir a un antagonista que les hablaba desde el concepto hegeliano de historia.
La gente ya no es culta: es informada. Las conversaciones se vuelven intercambios de cocktail, pases de salón, slogans de estúpidos de Flaubert, contraseñas universitarias mal aprendidas. La capacidad de atención y concentración disminuye. Cualquier intensidad es tachada de “autoritaria”, “terrorista” o “loca”. La filosofía universal es el esceptisismo vulgar, el cinismo de barrio. Ya no se sabe leer de verdad: los alumnos de literatura, que en su gran mayoría solo aspiran a volverse apparatchicks de la nomenklatura universitaria, aprenden solamente los fragmentos, las citas y los códigos para pasar los exámenes, y reciben una estructura conceptual cuya frigidez, desapasionamiento y además de necia superioridad analítica frente al objeto jamás les permitirá, por ejemplo, conmoverse con Madame Bovary o reírse con Bouvard y Pecuchet; antes tendrán que hacer la autopsia semiológica y descubrir dónde están el significante, el sintagma y el rizoma, de modo de poder continuar arruinando la sensibilidad de las generaciones venideras. La carrera en boga es Ciencias de la Comunicación, un híbrido que las chicas de barrio estudian para llegar a ser, precisamente, periodistas, como antes estudiaban corte y confección y después quisieron ser psicólogas. Textos con la demanda, la devolución y la riqueza de En busca del tiempo perdido o El hombre sin atributos estan fuera del alcance para una generación cuya idea de la duración está formada por el videoclip, y cuya ambición verdadera es tener algún quiosquito de poder. Invirtiendo una frase de los años ‘60, habría que desconfiar preventivamente de todos los que tengan menos de 30 años, ya que no vivieron la valentía, la generosidad y el arrojo de las épocas en que la historia parecía viva. Y el destino inevitable de esta época y de esta generación termina siendo el periodismo, que ya organizaba las cosas de este modo antes de que fueran así. Con el tiempo, todo el mundo será periodista, en potencia o en acto.
La resistencia es difícil, y probablemente sin esperanzas. Sin embargo, el sistema, por la misma lógica de su sobreextensión totalitaria ha dejado libre un espacio: la posición del disidente, única figura de oposición posible en una sociedad sin oposición. El disidente es el problemático opositor en sociedades de totalitarismo consensuado, sea en su vieja versión, policial y oscurantista (viejos regímenes del Este) o en su formato iluiminista, progresista, reluciente y moderno. El disidente tiene fundamentalmente un “contra qué” estar, no necesariamente un “para qué”. El disidente correctamente carece de esperanzas en el “proletariado” o el “pueblo” (una manga de canallas con vocación de informantes policiales), pero no cede al consuelo del colaboracionismo progresista y se mantiene en su reflexión crítica solo, estoicamente, le cueste lo que sea, como si fuera un iluminista de nuevo tipo; quizás (para parafrasear libremente a Adorno) como un iluminista negativo.
Ya no es posible reeduitar el Iskra, pero sí consumar una modesta proposición: el “diario” aperiódico, que debería salir sólo de vez en cuando (cuando hubiera novedades, cuando hubiera algo nuevo que decir), que resistiera toda lógica y presentación de mercado, renunciara a toda homogeneidad ideológica y se propusiera y circulara como consigna y como forma de reconocimiento y supervivencia de una diáspora de individuos anónimos, asilados y dispersos. El “diario” aperiódico, periódico del antiperiodismo, quizá ni siquiera debería tener nombre.
* Este escrito fue publicado en La Caja. Revista de ensayos dirigida por Tomás Abraham.
lunes, 6 de junio de 2011
Otro momento musical (bonus track)
Mientras escribo sobre Buenos días, Noche y sobre la mirada del asesino en el cine aprovecho para colgar este video que tiene que ver un poco con el tema, que continúa el post sobre números musicales publicado antes de ayer y que además de todo es extraordinario. Se trata de una escena de Nowhere to hide, la obra maestra de acción leonesca y wongkarwaiana del surcoreano Myung-se Lee.
Difrutenlán.
domingo, 5 de junio de 2011
ESTE MARTES 7 DE JUNIO A LAS 19,30 HS EN PARADISO CINECLUB
Dan Buenos días, noche, la película de Marco Bellocchio que narra la historia real del secuestro y la muerte del dirigente político Aldo Moro desde el punto de vista de uno de sus captores. Dura, seca, lúcida, política e imperdible. El lugar es en Pasaje Santos Discépolo 1830 (pasaje semicircular entre Callao y Corrientes) y se reseva por este mail: paradisocineclub@gmail.com.
¡Vayan!.
Tres momentos musicales. Tres pruebas irrefutables.
La prueba de que 500 dìas con ella pudo ser una mucho mejor película.
La prueba de que Christopher Walken es uno de los mejores actores de la historia.
La prueba de que Una Banda Aparte es... bueno, Una Banda Aparte.
Y no jodan más con Bailando por un Sueño.
La prueba de que Christopher Walken es uno de los mejores actores de la historia.
La prueba de que Una Banda Aparte es... bueno, Una Banda Aparte.
Y no jodan más con Bailando por un Sueño.
sábado, 4 de junio de 2011
Gente rara que se muere de vez en cuando
Muriò Jack Kevorkian. Una de las figuras màs controvertidas de los ùltimos años y una de las pocas personas públicas que pudieron ostentar el título de rebelde en un sentido positivo y profundo (algo dificil de encontrar entre tanto subversivo trucho y/o superficial). Excelente orador, pintor y violinista aficionado, Kevorkian se hizo famoso por ser un médico defensor de la legalización de la eutanasia y a favor de "la muerte digna".
Desde este lugar y por estas causas fue autor de cuatro libros, asistió la muerte de centenares de pacientes terminales (muchas veces rozando cuando no tocando directamente la ilegalidad, lo que le provocó múltiples de juicios con el estado), y logró que por su figura y sus ideas se fundaran decenas de instituos para enfermos terminales alrededor de Norteamérica. Una figura rara, no siempre agradable en sus declaraciones o en sus accionares, y que terminó siendo, al mismo tiempo y paradójicamente, alguien que por un lado despreciaba la religión y que por el otro terminó buscando siempre su propio martirio (tuvo varias huelgas de hambre a lo largo de su vida y llegó a provocar su propio encarcelamiento) para que su prédica en favor de la eutanasia fuera lo más notoria posible.
Clickeando acá puede leerse una excelente necrológica del New York Times sobre su persona (lamentablemente, las notas en castellano que he leído sobre este personaje han sido bastante deficientes, quizás por el hecho de que se trataba de una figura muy local). Clickeando acá puede accederse al visionado online de la película You don`t know Jack, un muy recomendable biopic del doctor Kevorkian dirigido por Barry Levinson y protagonizado por Al Pacino.
viernes, 3 de junio de 2011
Cine Bestia
Esta nota fue publicada en la página Esto es un Bingo.
Si la primera ¿Qué pasó ayer? era una película que sorprendía por su originalidad, la segunda parte sorprende, en cambio, por ser un descarado y abierto calco de su antecesora. El largometraje de Phillips copia no sólo la misma anécdota y la misma estructura narrativa de la película anterior, sino que establece relaciones directas entre los dos ejemplares de ¿Qué pasó ayer?. Si en la primera el dentista Stu era despreciado por su novia, acá es despreciado por su suegro; si allá se perdía al novio de la boda, acá se pierde al yerno de la novia; donde había un tigre, ahora aparece un mono; si en la primera había un momento musical con Stu, acá hay otro momento musical con Stu; si en la primera aparecía sorpresivamente Mike Tyson, en la segunda, hacia el final y como una suerte de chiste (Phillips pareciera decir que ni va a ser inventivo en convocar otra estrella para la secuela) vuelve aparecer Mike Tyson. Respecto a esto Santiago Armas me comentaba, después de la proyección, que el único momento que había faltado copiar en esta segunda parte era alguna escena en la que Alan (Zach Galiafinakis) mostraba una gran inteligencia, tal y como sucedía en la escena en la que se mostraba que este personaje sabía contar cartas en los casinos de Las vegas. Yo diría que el equivalente de esa escena en esta segunda parte se encuentra en el momento en el que Alan conduce la lancha sabiendo exactamente en qué dirección ir. El paralelo entre este momento y el del casino es que muestra que una personalidad tan enfermiza y dueña de un sentido moral tan retorcido como la de Alan puede moverse perfectamente en dos tierras especialmente descontroladas y amorales como Las Vegas y Bangkok.
De hecho, es posible ver en este díptico de ¿Qué pasó ayer? a dos películas envueltas en el espíritu de este personaje, marcadas justamente por un carácter enfermo e impredecible y por su brutalidad insana. Incluso, si hay algo que distingue esta última entrega de ¿Qué pasó ayer? de la anterior, es que su espíritu bestial es aún más exacerbado y transparente. Hay una mayor presencia de lo animal (o más bien un espíritu zoofílico, como supo señalar Diego Trerotola: ver el mono fumón tomado en ralenti, ver también el chiste sublime del oso polar albino, verdadero ejemplar de humor de herencia marxista -por Groucho-) y una sucesión de chistes groseros y gráficos que superan la primera entrega. De hecho, ¿Qué pasó ayer? es la primera película mainstream americana en mostrar un micropene (y de paso hacer un chiste extraordinario con eso) y posiblemente también el primer ejemplar mainstream capaz de hacer del chiste del hombre que se entera de que se acostó con un travesti (cliché gastado si los hay) un momento de humor sublime, basándose en un montaje virtuoso y en el remate de mostrar, en forma multiplicada y absolutamente osada para cualquier parámetro de Hollywood, travestis totalmente desnudos en planos generales.
Una de las escenas más representativas de este espíritu salvaje de ¿Qué pasó ayer? 2 sucede a unos cuarenta minutos de película. Allí los tres protagonistas creen ver morir a Mr. Chow (el delincuente oriental de la primera entrega que vuelve acá con más protagonismo) después de que éste haya aspirado una línea de cocaína. Ante la posibilidad de que la policía comience a hacer preguntas (Chow murió en el mismo departamento en el que estaban ellos) deciden esconder lo que ellos presumen es el cadáver dentro de una máquina de hielo. En cualquier película que no esté protagonizada por psicópatas, que los personajes principales vean morir a alguien frente a ellos significaría un momento de histeria importante o de angustia para ellos; sin embargo, acá no hay más que un momento de llanto que dura segundos por parte de Alan. Más importante aún: en el contexto de esta película, lo de Chang siendo escondido en una hielera no es otra cosa que un hecho más en medio de un film en donde todo se da con urgencia y donde se aceptan todo tipo de bestialidades sin juzgar y –lo que es más importante- sin saber qué consecuencias va a tener eso en la trama. Acá un protagonista puede recibir un tiro, otros pueden ser brutalmente golpeados y uno de los personajes principales –aspirante a ser cirujano y gran concertista de chelo- puede perder un dedo sin que esto derive en un escándalo. Como si esto fuese poco, hay una inversión de valores rarísima: una persona puede llorar más al despedir a un mono que al ver un amigo muriéndose frente a sus ojos y un hombre puede ganarse la pleitesía del yerno señalándole como virtud que tiene al diablo adentro.
Esta última escena, justamente, debe representar el costado más políticamente incorrecto de toda la película y es la que mejor termina de diferenciar la primera parte del díptico de Phillips de la segunda. La primera entrega de ¿Qué pasó ayer? termina con un hombre correctamente casado después de una noche de descontrol, como si todo lo vivido anteriormente quedara en un pasado del que sólo terminan sobreviviendo fotos y recuerdos difusos. La segunda parte, en cambio, termina con un personaje con la cara tatuada después de una noche de destrozos pidiéndole a su suegro que lo respete y que lo deje casarse con su hija aduciendo que él tiene, como virtud, el diablo adentro. La posterior mirada orgullosa y respetuosa del suegro a su yerno le da a la boda posterior una connotación especialmente aberrante y subversiva, en la medida en que se sugiere un modelo matrimonial ideal basado en la posibilidad de que un buen marido sólo puede ser respetable por su salvajismo y su costado oscuro. Finalmente, como dijera alguna vez Robin Wood, puede que una película mainstream esconda, tras su fachada de mero entretenimiento, mucha más incorrección de lo que una película “seria” y abiertamente subversiva puede ser capaz de mostrar.
Dos cursos
A partir del 9 de junio voy a estar dando en el cineclub Mon Amour un curso de lenguaje cinematográfico avanzado. Consiste en cuatro clases con cuatro temas que van a tratar de verse lo más profundamente posible. El programa clickeando acá.
Y de paso, acá les dejo una escena a analizar en el curso:
Por otro lado, partir del 16 de Junio, en el mismo lugar, voy a dar un curso sobre Stanley Kubrick. Programa clickeando acá.
Y un video ilustrativo por acá:
¡Vayan!.
Y de paso, acá les dejo una escena a analizar en el curso:
Por otro lado, partir del 16 de Junio, en el mismo lugar, voy a dar un curso sobre Stanley Kubrick. Programa clickeando acá.
Y un video ilustrativo por acá:
¡Vayan!.
jueves, 2 de junio de 2011
Este sàbado 4 y domingo 5
Dan en el microcine Godard del hotel Elevage El hombre que podìa recordar sus vidas pasadas (ùltima ganadora del Festival de Cannes) y Mis tardes con Margueritte. Una de un tipo que se muere y otra de un tipo que renace. Una críptica y de corte fantástico y otra sencilla, amable y realista.
Reservas y detalle de horarios por acá: http://www.cineclubmonamour.com/
¡Vayan!.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)