jueves, 7 de julio de 2011

Canciones varias y variadas para despertarse

Señoras y señores: Muse con todos ustedes.


Y They Might be giants:


Y de paso una versión de En la gruta del rey de la montaña de Edvard Grieg a la que agregaron un final bastante desconcertante. Vaya uno a saber para que lo hicieron.


Y de paso un solo de Kenny Garrett en un concierto de Miles Davis en París.


Y ya que estamos y como Bonus Track... ¡Jaco Pastorius en concierto!.




De nada.

miércoles, 6 de julio de 2011

Muda y ruidosa *

El personaje del científico Rotwang y su creación, la Eva cibernética.
 

La historia es conocida y puede leerse con mayor detalle clickeando aquí: en el año 2008 se encontró en Buenos Aires una versión extendida de Metrópolis con casi cuarenta minutos más de metraje (dura dos horas y media, a diferencia de la versión más conocida hasta el momento de 114 minutos). Así es como, después de muchos años de trabajo de investigación y restauración hechos tanto en Argentina como en Alemania, puede exhibirse en salas una copia nunca antes vista de la película. Hay otro detalle extra para alegría bonaerense: esta versión de la película puede verse en el Malba los jueves a las 21. Vale la pena hacerlo ya que es un largometraje muy ameno que mezcla aventuras con ciencia ficción y melodrama, todo en medio de escenarios espectaculares propios de una superproducción de la época. De hecho Metrópolis fue un acontecimiento cinematográfico enorme para su tiempo –es la película muda más cara jamás realizada-, algo que se nota perfectamente en sus elaborados escenarios de estudio, sus efectos especiales y la sorprendente cantidad de extras (más de una vez hay planos de multitudes corriendo, bailando o trabajando). Hay incluso, por la lógica ausencia del digital, un encanto especial en tanto escenario de cartón pintado y tanto esfuerzo arquitectónico hechos para la sola realización de una película. En este sentido, Metrópolis es una película, en el mejor de los sentidos, “fechada”, ya que reproduce estéticas y hasta ideologías que hablan claramente de un tiempo.
Un ejemplo de esto tiene que ver con la característica “sonora” de esta obra. Como bien señala Michel Chion en La música en el cine, si algo caracteriza al cine mudo es su gran necesidad de sugerir sonidos de todo tipo para suplir el mutismo. Ahí está para Chion como prueba el hecho de que muchas películas de este período contaran con algún momento en el que había personajes cantando o bailando. En ese sentido la superproducción dirigida por Lang es un ejemplo cabal de esta teoría del crítico francés. Metrópolis es una película muda muy ruidosa, con imágenes de gente gritando, exclamando, con danzas extasiadas de burgueses y proletarios y sobre todo con sus permanentes imágenes de máquinas andando a un ritmo sostenido, como musical. Hay hasta una tecnofilia muy evidente por parte del realizador alemán a la hora de plantear su épica de ciencia ficción. Metrópolis empieza con muchos planos detalle de maquinarias andando frenéticamente, dando a entender de buenas a primeras que esas piezas resultan el corazón de la ciudad que se mostrará más adelante. De hecho, esta dependencia de la maquinaria es llevada hasta tal punto que cuando los obreros empiezan a destruirla toda la civilización empieza a correr peligro.


Fritz Lang y Thea von Harbou trabajando.


Sin embargo, en Metrópolis las máquinas también son la base de la destrucción ya que no es otro sino un robot el que provoca la rebelión obrera que desencadena el desastre. Esta paradoja de una maquinaria que es, al mismo tiempo, constructiva y destructiva, es también reflejo de una película caracterizada por sus contradicciones internas, un largometraje cuya mejor representación parece ser la de esa María desdoblada en dos (como santa y guía noble de las masas y en su versión cibernética y diabólica). Metrópolis se regodea en las grandes construcciones pero también en la idea de destrozar las cosas que la película misma construyó, deposita la fe en las masas y las elites para elaborar un nuevo futuro pero son esas mismas masas temerosas y las elites excesivamente confiadas de su poder las que realizan las peores crueldades. También es una película que parece transcurrir en el futuro y que parece obsesionada con los avances tecnológicos (algunos notoriamente premonitorios, como la idea de gente que puede comunicarse desde distintos puntos a través de una pequeña pantalla similar a la de un televisor chico) pero al mismo tiempo plantea una idea mítica que remite a lo antiguo o a lo primitivo (en la mención a la torre de Babel, nombres de características religiosas como María, o la misma figura de un Mesías).
Ante tantas contradicciones, la única forma que parece encontrar Metrópolis para unir los opuestos se encuentra en un mediador, alguien que por razones misteriosas(jamás se cuenta qué va a hacer exactamente, ni qué proyectos tiene) podrá unir el futuro con lo mítico, la tecnología con el hombre y al obrero con el burgués. Visto de este modo, si a esta concepción se le suma su gigantismo esencial, no parece casualidad que Metrópolis haya sido la película preferida de Adolf Hitler, un personaje obsesionado con la idea de una figura mesiánica (en este caso él mismo) y de una sociedad alemana que pudiera ser, al mismo tiempo, imponente, mítica, moderna y maquinal (después de todo, ¿qué fue el nazismo sino una forma aberrante de religiosidad  aplicada a la política y a la técnica?). De hecho, Fritz Lang estuvo en los proyectos hitlerianos para transformarse en el cineasta del tercer Reich. Los deseos del dictador alemán, sin embargo, se frustraron. Lang, al llegar el nazismo, se fue de Alemania tan rápido como pudo (su madre era de origen judío), mientras que la que en ese entonces era su esposa y guionista Thea von Harbou (quién también coescribió Metrópolis) siguió trabajando en Alemania bajo el régimen nazi y se volvió una fanática del partido en 1933.
Lang continuó su carrera en Hollywood y siguió haciendo un cine caracterizado por su mirada oscura sobre la sociedad y por la idea de que el orden social es siempre una gran máscara a punto de caerse. Sin embargo, ya no hubo mediadores con aires mesiánicos capaces de calmar a las masas y armonizarlas en su cine, sino simplemente una mirada desencantada y paranoica, maquillada a veces con finales engañosamente tranquilizadores como los de Los Sobornados o La Mujer del Cuadro. Su épica de ciencia ficción hoy significa cosas que no significó cuando Metrópolis se estrenó en la década del 20. Hoy la película es el reflejo de una visión menos amarga en la vida de un director, de una estética ya perdida que podía ser al mismo tiempo espectacular y artesanal, y de ciertas ideas que ahora pueden asociarse a una de las peores tragedias del siglo XX. Una película que, en suma, quiso reflejar un futuro posible pero que terminó siendo un documento visual y narrativamente virtuoso de un tiempo pasado que hoy nos parece tan extraño y lejano en sus concepciones morales y estéticas como cualquier fantasía.

*esta nota se publicó en el site Esto es un Bingo.


viernes, 1 de julio de 2011

Música para fanáticos

 
La escena dura segundos, aparece a los diez minutos de Buenos días, noche (2003) de Marco Bellocchio y es tan sorprendente como simple: se trata del momento en que Chiara, una militante de izquierda, ve por televisión que acaban de secuestrar al líder del partido demócrata cristiano Aldo Moro después de matar a la custodia del político. Ella, que también será cómplice de este operativo (minutos después los secuestradores, militantes de la izquierda revolucionaria, llegan al departamento de Chiara para esconder al rehén), da un grito eufórico que festeja el hecho. Cuando lo hace, Bellocchio pone de fondo una música abrupta de un coro con reminiscencias religiosas, un coro que emite un sonido fuerte y corto (no dura más de dos segundos) pero que sorprende dentro de una película que había empezado con un tono crudo y seco. De hecho la película empieza sin música, con una cámara que recorre objetivamente el departamento en el que el grupo de izquierda terminará alojando al líder del partido cristiano. Mientras la cámara muestra el lugar vemos a un agente inmobiliario describir a los nuevos inquilinos (Chiara y otro militante que se hace pasar por su esposo) las características del lugar en el que se van a alojar. Al terminar la explicación, el agente les dice a sus clientes que disculpen la velocidad en la explicación y cierta sequedad, pero debe irse rápido a otra parte.
Con ese sentido de lo real y concreto empieza Buenos días, noche –la película que cuenta la historia del secuestro y la muerte de Aldo Moro desde el punto de vista de uno de sus captores (la mencionada Chiara)- y es ese mismo sentido de lo real lo que se irá abandonando progresivamente. Tal es así que lo empieza siendo una película seca que en un principio no pareciera pretender otra cosa más que reconstruir con toda la objetividad posible un hecho real en la historia de Italia termina transformándose en una obra de características oníricas donde lo alucinado y lo real no se terminan de distinguir, mientras los personajes que avanzan ciegos y seguros hacia un objetivo terminan por enloquecer, sin saber realmente lo que están haciendo. La escena mencionada, la de la música abrupta de aires sacros, es el primer indicio de las características cada vez más alucinadas que adquiere una película cuya puesta se va adaptando cada vez más a la psicología de sus fanáticos personajes. De hecho, ese coro inicial aparecerá varias veces más, como una suerte de música que identifica a Chiara como si fuese un aura.
El tema de la música no es menor, porque en Buenos días, noche una banda de sonido cada vez más potente (apoyada sobre todo en los sonidos psicodélicos más fuertes de Pink Floyd) se va apoderando gradualmente de una estética en principio despojada. La música también condensa la forma en que parecen tomar fuerza los militantes de izquierda que describe Bellocchio. Esto se ve claramente en el modo en que Chiara imagina todas las situaciones con música de fondo, o en esa especie de coro improvisado que terminan cantando los militantes cuando empiezan a decir, al unísono, que es la clase obrera la que debe gobernar el mundo. Una de las escenas más claras respecto de la relación entre estos fanáticos y la música se da en el momento en que Chiara asiste con el que posiblemente sea su novio (característica brillante de Buenos días, noche: los fanáticos no tienen relaciones fijas y establecidas, se encuentran demasiado obnubilados con sus ideas como para comprometerse con cualquier persona) a un casamiento. Allí hay una familia sentada a la mesa mientras que Chiara, junto a dos militantes, se sientan apartados del resto, reflexionando sobre las ideas de izquierda y su pertinencia dentro de la sociedad actual. De pronto, alguien empieza a cantar un himno en contra del fascismo, la mesa lo sigue y los militantes, de a poco, se van acercando a cantar con ellos.
Esto recuerda a lo que decía aquel genio de la propaganda que fue Serguei Eisenstein cuando afirmaba que no había nada más importante para la difusión de una idea que acompañarla con una melodía. La música, sostenía Eisenstein, genera cantos, los cantos son atractivos para generar grupos y para que los grupos armonicen entre ellos. Pero sobre todo (y esto es lo que más le importaba al realizador y teórico soviético) la música permite que algo se recuerde mejor porque se puede asociar una idea a un sonido determinado (y de hecho, basta con ver cómo cualquier persona recuerda con mucha mayor facilidad una canción que un poema sin música).


En Buenos días, noche esta música que envuelve a los personajes genera la sensación de estar viendo menos militantes cerebrales que personas poseídas por una ideología y un sueño. Hay incluso una sensación de locura que se va apoderando de cada uno de los militantes: el que amenaza con irse siempre y después vuelve una y otra vez como si fuera un chico caprichoso, el otro que asume la idea de que representa la justicia popular y habla de un proletariado que posiblemente jamás conoció. Mientras tanto vemos cómo los militantes  sostienen que secuestrar a un líder político desencadenará una revolución obrera aunque no tengan el menor indicio concreto de que algo así va a pasar. Chiara, por supuesto, tampoco escapa a todo tipo de contradicciones y es capaz de horrorizarse ante la idea de matar a Moro sin darse cuenta de que pocos días antes estaba festejando un secuestro en  el que murieron todos los custodios del político. Incluso en el momento en que parece adquirir cierto sentido del realismo y se da cuenta de que matar al líder político va a convertirlos a ella y a sus compañeros en monstruos, Chiara sólo puede pensar en liberar a Aldo Moro desde los sueños y las fantasías, encerrada en un mundo de ideales. Quizás el ejemplo más sutil y significativo de esta inocencia siniestra sea cuando Bellocchio toma a los secuestradores en plano general encerrando a Moro en un sótano mientras en primer plano vemos un bebé acostado, mirando al techo: en esa imagen parece haber un paralelo entre la inocencia del chico y la ignorancia nociva de esos jóvenes con vocación revolucionaria
Esta sensación de gente viviendo en una irrealidad, soñando con un imposible al que están dispuestos a llegar a cualquier costo, también se relaciona con otra idea: la de la concepción religiosa, que se ve en esos momentos en los que el director muestra (acaso por obra de una alucinación de Chiara, acaso porque los militantes de izquierda quieren honrar la memoria del cristiano Aldo Moro, a quien después de todo respetan) a los secuestradores haciéndose la señal de la cruz en ralenti, o cuando la cárcel en la que se encuentra Moro adopta la estética de un templo o un confesionario, con la bandera roja comunista detrás que parece funcionar muchas veces como un tapiz de iglesia.
En algún punto, uno de los costados más irónicos que plantea Buenos Días, noche es que los que secuestraron a Aldo Moro, líder del partido cristiano, eran en realidad tanto o más religiosos que él. Porque los militantes de la película se sostienen en la fe en el proletariado y en la idea de una historia que terminará reivindicándolos del mismo modo que un creyente se sostiene en la fe en su Mesías y espera una salvación inexplicable. Sin ir más lejos, estos jóvenes revolucionarios que muestra Bellocchio parecen más inofensivos y menos desagradables que el retrato que el director haría unos años más adelante de Mussollini en la extraordinaria Vincere, donde se nos muestra un dictador que desde un principio renuncia a la religión y que expone la idea de rechazar un dios todopoderoso, para luego abrazar la causa de un fascismo tan místico y tan creyente en los Mesías intocables como la más reaccionaria de las visiones eclesiásticas.
En alguna medida, también, Buenos días, noche parece la antítesis perfecta de la argentina Secuestro y Muerte (2010), película de Rafael Filippelli que narra el secuestro y asesinato de Aramburu. Ahí donde Filippelli cree que lo mejor es asumir una posición absolutamente neutral y una puesta ascética de claras reminiscencias bressonianas para filmar una historia que no quiere juzgar sino mirar a la distancia, Bellocchio decide por el contrario hacer una obra apasionada en la que toma una posición crítica muy clara respecto de sus personajes y sobre todo respecto de un fanatismo –un asunto que ha obsesionado a este director italiano en los últimos años, a juzgar por La hora de la religión, Hermana mía o la mencionada Vincere- al que el realizador mira, al mismo tiempo, con horror y curiosidad.